El facebook de la Asociación Vecinal de La Jota -que, por cierto, actualizan todos los días- recuerda las tormentas y las crecidas del Ebro y el Gállego precedidas, además, por un pequeño terremoto, el 10 de julio 1923. Remiten al artículo El día que Zaragoza vivió el fin del mundo, del blog Tinta de Hemeroteca de Heraldo de Aragón que recoge lo publicado en este diario sobre tan singulares acontecimientos. Tinta de Hemeroteca estaba elaborado por el periodista Mariano García, que en 2017 publicó con gran éxito el libro El payaso Marcelino. El mejor payaso del mundo
En el mes de julio de 1923 una concatenación de tormentas en todo Aragón, en los días anteriores y otra enorme el 10 en Zaragoza, provocaron que el Ebro fuera de crecida y el Gallego se desbordara en San Juan de Mozarrifar, y bajara en banda desde esa localidad, anegando toda su margen derecha, San Gregorio, la plana de Cogullada y las vaquerías, casas y torres de la antigua carreta a Barcelona, lo que hoy es el barrio de La Jota y la Avenida Cataluña.
Según las crónicas, las familias se refugiaron en la fábrica de Galletas Patria (La Toyota), en un puesto de ayuda que organizaron los Scouts de Zaragoza y la Cruz Roja. Mientras los hombres volvían a las torres, granjas y vaquerías a sacar a los animales para llevarlos hacia zonas del Arrabal.
Nos cuentan que al año siguiente, los vecinos de la barriada del Gallego (calle 11 de Julio y adyacentes) y los habitantes de las torres de la zona se reunieron a hacer una merienda y conmemorar que habían salido con bien de aquello. Esta celebración se repitió hasta la guerra civil. Este es el origen de nuestras fiestas.
FOTO: GRAN ARCHIVO ADIOS ZARAGOZA ANTIGUA (GAZA)
El día que Zaragoza vivió el fin del mundo
Pues sí, debió de ser como el Apocalipsis, más o menos. Ocurrió el martes 10 de julio de 1923. Al día siguiente, Heraldo dedicaba prácticamente todo el ejemplar a informar de lo sucedido, y ocupaba toda la primera página (algo insólito en la época) con el titular: «Temblores de tierra, ciclón, tempestades»:
El día de ayer fue de los más movidos que la historia de Zaragoza recuerda, meteorológicamente hablando. Los elementos, en furia, parecieron obstinarse en darnos a gustar las más variadas y vivas emociones. Empezó el día con una tormentilla de poca monta; mejor dicho, con dos; porque a eso de las dos y media de la madrugada un calor sofocante y unos rachazos de viento ardiente anunciaron que el espectáculo atmosférico iba a comenzar. En efecto, al poco rato, dos tormentas entablaban diálogo. Venía una de la parte del Moncayo; la otra del Nordeste y pugnaba por atravesar la cuenca del Ebro. La cosa no pasó de unos truenos lejanos y unos chaparrones ligeros.
Poco después, a eso de las cuatro, registrose un casi imperceptible temblor de tierra. Fue como una suavísima oscilación pertinaz, que apenas llegaba a movimiento. De él debieron apercibirse muy contadas personas. Uno de nuestros compañeros, que fumaba en el balcón de su casa, en un alto del trabajo, creyó advertir la suavísima oscilación.
-¡Cosa más rara! -se dijo-. A mi nunca me dan vértigos y parece que el balcón trepida suavísimamente.
Dentro de la habitación el leve movimiento oscilatorio continuaba, pero nuestro compañero no le concedió importancia alguna. Creyó que aquello era una alucinación de sus sentidos, excitados por la vigilia. Pero debía ser el preludio de la doble y bien perceptible sacudida telúrica que poco después se registraba. Porque a eso de las cinco y media un súbito traqueteo del abierto balcón le hizo interrumpir el trabajo, ligeramente sobrecogido. Los muebles, el tintero, la papelera, el guardaplumas, todo había bailado durante segundos una danza misteriosa. Tras un breve intervalo repitióse la conmoción sísmica, más violentamente. La casa del que esto escribe parecía cabecear en dirección de Norte a Sur, como un buque en medio de la mar crespa. Esta segunda sacudida, que movió la vajilla en aparadores y chineros, hizo despertar sobresaltados a los que aún dormían. Los ya despiertos tuvieron la sensación clara de un temblor de tierra. Cuentan que en el Cabezo de Buena Vista había algunos madrugadores y hubieron de echarse a tierra al sentir que el altozano trepidaba bajo sus pies.
Hubo zonas de la ciudad en las que el fenómeno sísmico fue mucho más perceptible que en otras; pero en todo su vasto perímetro dejóse sentir claramente la doble sacudida. En muchas casas los vecinos durmientes saltaron del lecho despavoridos, entregándose a comentar la rara ocurrencia.
Tranquila y en paz transcurrió la mañana; no obstante el revoltijo de espesos nublados que cubrían el horizonte. Pero a eso de las dos y cuarto otra vez los elementos con furia pusiéronse en danza. Unos nubarrones bajos y cárdenos hacían tan espesa la cerrazón que en las habitaciones interiores fue preciso encender las luces porque no se veía materialmente. Un recio ciclón fue como el heraldo de la tormenta que se avecinaba. Volaron persianas y toldos, y se golpearon puertas y balcones con gran estrépito. Enseguida empezó a descargar la tormenta, piedra en gran abundancia y de grueso tamaño. El pedrisco rompió muchos cristales de marquesinas, lucernarios y balcones, de estos últimos en los que miran al Sur principalmente. A pesar del violentísimo aguacero que acompañó al granizo, hubo balcones de los cuales fue preciso retirar, pasada la tormenta, seis u ocho kilos de piedra acumulada en los ángulos de las repisas.
El chubasco fue tan brutal que en muchas habitaciones entraron raudales de agua por los intersticios de las maderas de los balcones y ventanas. Unos veinte minutos vino a durar esta primera tormenta y se anegaron las calles y hubo pequeñas inundaciones en los bajos de muchas casas.
El furor atmosférico no se aplacó en toda la tarde. Las tormentas se sucedían con intervalos muy breves. Hasta anochecido no cesó de oirse la horrísona sinfonía del trueno, ni dejó de llover copiosamente.
Toda el agua que las nubes le negaron a la campiña durante el invierno y la primavera pasados, vertiéronla ayer con creces en el transcurso de unas horas.
Durante el crepúsculo cinco o seis tormentas simultáneas nos ensordecían con el ronco bramar incesante de sus truenos y con el fulgor acardenalado y continuo de sus culebrinas.
Desgracias, que se sepa, no hubo ninguna que lamentar; pero fue un día de emociones continuadas, uno de esos días que vuelven cardiaco al mortal de nervios más impasibles.
Así arrancaba Heraldo el relato de los hechos que, como era habitual en la época, iba incorporando casi a punto y seguido los datos y crónicas según iban llegando a la Redacción. Un redactor consiguió llegar (y volver) a Villanueva de Gállego, una de las zonas más devastadas:
Caminando con gran tiento pudimos salvar los 13 kilómetros que separan Villanueva de la capital. A partir del Arrabal, se ven en la carretera huellas de la tormenta: árboles desgajados que interceptan el paso, las cunetas desbordadas; algunos trozos en que es preciso caminar sobre el firme de la carretera. Bajo un aguacero intenso caminamos, advirtiendo al fulgor de los relámpagos los destrozos causados por la tempestad. Momentos hay en que los autos se detienen vacilando, si continuar o retroceder, pues el camino es una verdadera laguna. Infundimos ánimo a los chófers, decidiéndoles a seguir con agua a los cubos. Cerca del pueblo, el famoso barranco de San Miguel ha derribado el pretil de la alcantarilla, rebasando la carretera. En Villanueva nos cuentan rápidamente el espanto que han sufrido. Momentos hubo en que, viendo el pueblo inundado, las mieses a merced de la corriente, las traviesas de las vías flotando, creyeron los vecinos que había llegado su última hora. No ha habido que lamentar más desgracia que la desaparición de una niña de seis años, hija de unos quincalleros ambulantes acampados detrás del cementerio; los mayores pudieron ponerse a salvo.
Sorprendió la avenida al guardaagujas del tren, Marcelino Arcada, preparado a dar paso a un tren, y tuvo que luchar con la corriente más de 50 metros hasta poder soslayarla y salvarse. A su mujer la sacaron unos vecinos cuando ya estaba en grave peligro.
De momento, dada la hora en que llegamos al pueblo y la de nuestro regreso, es imposible dar más detalles. Nuestro regreso fue más accidentado que la ida. Quisimos entrar a San Juan y fue imposible: el camino está interceptado dos kilómetros antes de llegar al pueblo. Un coche que quiso aproximarse quedó atascado, y sus ocupantes debieron regresar a pie. Por referencias cogidas en el camino, sabemos que ha habido inundaciones, derrumbamientos de casas, que cayeron varias chispas y por tanto es de presumir que haya víctimas. Desde las cuatro de la tarde no circulan trenes por esta línea, ni en un sentido ni en otro. Cerca de Zaragoza cruzamos con un piquete de la Guardia Civil montada y la bomba del Ayuntamiento. Llegamos a Zaragoza a la una y damos las gracias de poder contarlo.
Muchos aragoneses pensaron que era el fin del mundo. ¿Exagerado? Quizá, pero la cosa no fue para tomarla a broma. A las cinco y veinte de la madrugada, un terremoto y sus correspondientes réplicas, que incluso hicieron sonar las campanas de iglesias y conventos; a las dos de la tarde, un ciclón, que arrancó numerosos árboles de cuajo y derribó chimeneas de industrias tan importantes como Galletas Patria; y luego siete horas de tormentas salvajes. Hubo víctimas mortales, aunque no he podido cuantificarlas. Zaragoza quedó casi incomunicada: se cortó la vía férrea, se perdieron las comunicaciones por teléfono y telégrafo, carreteras y caminos estaban impracticables. Barrios como Torrero tardaron varios días en recuperar la luz eléctrica. Los daños en la huerta fueron tremendos, y no solo en la de la capital: se desbordaron el Jalón y el Jiloca, hubo cuantiosas pérdidas en localidades como Daroca, Aguarón, Luna, Alfajarín, Cuarte de Huerva… De la violencia inusitada de las tormentas da cuenta un simple dato: en San Juan de Mozarrifar se hundieron 33 casas y los vecinos fueron evacuados en barca. En fin, que todos los que vivieron el 10 de julio de 1923 en Zaragoza no lo olvidaron nunca.
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